Comentario
En los comienzos del verano de 1976 estaba claro que la ruptura era imposible, pero la ruptura pactada lo era todavía más y la reforma parecía casi irrealizable si dependía de un presidente de Gobierno como Arias. Existían otros dos aspectos de la situación que permiten explicar el posterior desarrollo de los acontecimientos. Por un lado, habían descendido de manera considerable las posibilidades de los reformistas de la generación mayor pero, al mismo tiempo, se había producido una mejora importante de la imagen pública del Rey.
En el momento de su proclamación, don Juan Carlos no tenía una imagen muy positiva para la mayor parte de los españoles y la oposición le solía tratar con ironía. En cambio, durante el período de gobierno de Arias creció su popularidad debido en parte a sus viajes oficiales a algunas regiones difíciles como Cataluña o Asturias. Además, se mostraba dialogante con la oposición, mientras el presidente se negaba a oírla. La presencia del Rey en Estados Unidos, en los meses de mayo y junio, le había dotado de una dimensión internacional y le había permitido ratificar el propósito que le guiaba: quería llegar a una democracia plena como las del mundo occidental con un régimen de sufragio universal. A su regreso de Estados Unidos, el Rey estaba en condiciones de llevar a cabo aquello que le hubiera resultado imposible seis meses antes.
Por el contrario, las posibilidades de los reformistas de la generación mayor habían decrecido. Aunque nunca había tenido apoyo en el régimen, Areilza no había sacado nada positivo de su permanencia en el gabinete en términos políticos personales y lo mismo puede decirse de Garrigues. Todavía resultaba más patético el caso de Fraga. Él tenía un propósito reformista, aunque más limitado que el resultado final del proceso, pero, aun así, lo había visto detenerse ante el Consejo Nacional. El hecho de haber sido el ministro encargado del orden público y su carácter intemperante habían desbaratado gran parte de los apoyos con que contaba entre los sectores reformistas del régimen, sin satisfacer tampoco a los más reacios a la modificación del franquismo. En los meses venideros estaría condenado a ver cómo muchos de sus seguidores se incorporaban al centrismo suarista. Si, por su inteligencia, era consciente de la necesidad de tener contactos con la oposición, sus ataques de cólera le incapacitaban para ello. En los altercados de orden público sólo veía intentos de volcar el barco ante los que era necesario actuar con autoritarismo. Su carácter no era el más apropiado para una operación tan delicada como una transición política pero, además, resultó autodestructivo para él.
Por otro lado, las relaciones entre el monarca y el presidente Arias Navarro siempre fueron invariablemente malas, y poco a poco se habían ido deteriorando cada vez más. "Me pasa como con los niños; no lo soporto más de diez minutos", parece haber dicho el presidente a un colaborador íntimo. En el mes de abril Arias realizó unas declaraciones por televisión en las que mostró una agresividad innecesaria respecto a la oposición, a la vez que anunció la celebración de un referéndum en otoño y elecciones en la primavera siguiente. También se mostró irritado en contra de alguno de los ministros más reformistas de su Gobierno; en el mes de junio se indignó cuando supo la afirmación de Manuel Fraga en el sentido de que el PCE finalmente sería legalizado. Pero aún debió sentirse más aislado al conocer las declaraciones que había hecho el monarca a un periodista norteamericano en la revista Newsweek. Para Juan Carlos I su presidente era "un desastre sin paliativos": estaba polarizando a los españoles y ello sólo podía tener como consecuencia dificultar la transición.
A pesar de ello el Rey todavía esperó unas semanas. Areilza cuenta en sus memorias que a comienzos de julio el monarca le había dicho: "Esto no puede seguir, so pena de perderlo todo... Yo tenía que tomar una decisión, pero la he tomado... Ya estás advertido y te callas y esperas". Inmediatamente después se produjo y Arias Navarro no ofreció resistencia al deseo del monarca. La versión oficial de su abandono de la Presidencia fue que se había producido a petición propia, oído el Consejo del Reino y previa aceptación por el Rey; pero, como apunta Areilza, fue exactamente al revés.
Desde el momento inicial el reformismo de Arias se había demostrado imposible. Sin embargo, no sólo los historiadores sino también los protagonistas mismos del momento coinciden en señalar que la etapa Arias jugó un importante papel en el proceso de transición democrática. Osorio ha descrito a este primer Gobierno de la Monarquía como "un Gobierno colchón entre dos períodos" y Manuel Fraga señala en sus memorias que el Gobierno "estuvo en el poder para romper monte". Preston, el historiador británico, utiliza la expresión "mal necesario" para el período en el que incluye la fase final del franquismo. Sin ninguna duda lo más relevante de este período fue que deterioró de manera definitiva las posibilidades de pervivencia del franquismo y contribuyó a presentar la reforma como inevitable, incluso para la mayor parte de la clase política del franquismo. Pero fue todavía más importante el cambio experimentado en el seno de la propia sociedad española. Durante estos meses se hizo patente la necesidad de llevar a cabo una reforma política que no fuera sólo cosmética, como hasta ahora se había venido pensando en los círculos gubernamentales. La opinión pública iba experimentando una incipiente politización y lentamente comenzaba a alinearse en torno a posturas semejantes a las existentes en países de Europa occidental. Según las encuestas realizadas en esos momentos, la mayor parte de los electores españoles estaba situada en una posición de centro.
Desde el punto de vista reformista puede afirmarse que el semestre del Gobierno Arias no sólo avanzó poco sino que con toda probabilidad partió de una premisa equivocada (la de que la reforma se podía hacer sin contar con la oposición) y habría acabado en una especie de democracia controlada o incompleta que hubiera supuesto un grado mayor de conflictividad política y social. Por tanto, Fraga no tiene razón cuando asegura que la reforma proyectada por él se hubiera asentado en bases más sólidas.
En los comienzos del verano de 1976 se daban ya las circunstancias más favorables para que el Rey pudiera influir de manera suficiente en el Consejo del Reino a fin de lograr que fuera promovido su propio candidato para sustituir a Arias. El procedimiento seguido por su presidente, Fernández Miranda, tendía a facilitar el proceso. Mediante agrupación en las diferentes familias del régimen franquista y un posterior proceso de eliminaciones sucesivas se formó una terna entre la que el Rey debía elegir al Presidente. Así se facilitaba la promoción de alguna persona que no fuera muy conflictiva y sin enemigos, como era Suárez en esa época. Pero ese mismo sistema dificultaba la selección en dicha terna de los reformistas que estaban en el poder, bien porque no tenían la suficiente fuerza entre la clase política del régimen como era el caso de Areilza o bien porque eran demasiado controvertidos, como Fraga. Este último tenía razón en una afirmación que hizo sobre el resultado de la crisis: "Han jubilado anticipadamente a nuestra generación". Y en realidad así fue, al menos, para esta fase de la operación política de la transición.
Los políticos más jóvenes del gabinete saliente eran quienes tenían mayores posibilidades de realizar una operación reformadora en profundidad. Tres de ellos, un poco antes de la crisis, Suárez, Osorio y Calvo Sotelo llegaron a la conclusión de que uno de ellos sería el que en un futuro inmediato llegaría a la Presidencia. No cabe la menor duda de que una decisión de este tipo tenía su coherencia. La generación reformista más joven no tenía adversarios pero, además, contaba con suficiente experiencia e influencia dentro del Estado franquista y conectaba más fácilmente con los cambios que se habían producido en el seno de la sociedad española en los últimos tiempos.
Todo esto no fue entendido en un principio por los medios de comunicación ni por la opinión pública. Lo sucedido fue una enorme sorpresa para todos los observadores políticos, teniendo en cuenta que el elegido era un hombre procedente del Movimiento. En esos momentos se hicieron unas críticas durísimas a la solución adoptada. Hubo quien calificó la crisis de "oriental", en alusión a la tendencia de Alfonso XIII a apoyarse en figuras de muy segunda fila. Otro comentarista, que se limitó a indicar que aquello era un inmenso error acabaría siendo ministro con Adolfo Suárez.
Don Juan Carlos fue consciente de la sorpresa que causó su decisión pero también estaba convencido de que era oportuna. En cuanto a la actitud de los reformistas de la vieja generación, la interpretación de lo sucedido que parece más correcta es la que aparece en las memorias de Garrigues. Según éste, cometieron un error al no colaborar con Adolfo Suárez, pero en parte lo hicieron por desconocer sus propósitos y el grado de determinación del Rey. Como también él mismo dice, "al menos nuestra salida contribuyó a acelerar el proceso de reforma precisamente para paliar ante la opinión pública ese falso prejuicio".